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POR LAS RAMAS

"UNA CHINA...

"UNA CHINA... EN LA SANDALIA..."

Cada vez me intriga más de que están hechos los recuerdos. Aparecen y desaparecen sin que podamos controlarlos, por lo menos en mi caso. Olores o frases que de golpe amontonan de vuelta en la mente, imágenes de un pasado más o menos remoto. Un fenómeno extraño que con la edad, se acentúa, hasta llegar a lo más hondo, y cada vez me extraña menos que la gente mayor recuerde su infancia con nitidez y sea incapaz de recordar lo que han comido al mediodía.

Casualidades de la vida o no, nunca podré identificarlas, el otro día paseaba por los jardines de la Opera en Madrid y se me metió una china en la sandalia. La última vez que me pareció experimentar esa desagradable aunque corriente molestia, especialmente en verano, fue en el parque de la Plaza Conde del Valle de Suchil, al lado de casa de mi abuela. Tenía probablemente unos 7 años, y ése era el lugar donde nos llevaban a jugar, a mi hermana y a mí, con los niños madrileños, en cuanto caía la fresca después de una de esas tantas tardes calurosas de agosto, en la capital. El parque estaba lleno de la misma gravilla y nos pasábamos la tarde, las dos por turnos, intentando sacárnoslas de las sandalias blancas, recién compradas por mi madre, en la tienda del barrio, y que marcaba para nosotras, el principio de las vacaciones. Me volvió a la memoria de golpe esta frase de mi abuela, porque en nuestras mentes infantiles, nada nos podía hacer más gracia que imaginarnos en ese momento, a una auténtica china de la China en el zapato de mi abuela. Recuerdo que nos costaba bastante quitárnosla de encima, ya que nos negábamos a quitarnos las sandalias y porque además habíamos estado guarreando con agua en la fuente del parque con la chiquillería del barrio. Los pies mojados llenos de arena, seguíamos jugando al escondite detrás de los arboles, hasta que nos llamaban de vuelta a casa.

Cada tarde, nos parábamos a comprar un helado de chocolate de corte, de los que sabían a gloria y siguen sabiendo, atrapado entre dos galletas. Subíamos a casa con las manos pegajosas, y retrasábamos, hasta el último intento, la llegada de la sintonía del “Vamos a la cama” que ponía fin a un día más de infancia inocente, ajena a los problemas de los mayores, que se quedaban de cháchara hasta altas horas de la noche. Lo que no sospechaban, es que yo me quedaba despierta, de pie en la cama improvisada por mi abuela cada verano, delante del ventanuco que daba a la calle y por donde veía pasar el camión de la limpieza que regaba a manguerazos, las calles de ese Madrid antiguo que recorro de nuevo, en cuanto tengo la ocasión.

Lo que no se hubiese podido imaginar mi abuela, ni siquiera yo en ese momento, es que acabaría una temporada rodeada de” chinas”, en uno de esos países lejanos de los que no se oía hablar nunca entonces, y que me tocaría lidiar con más de una en la sandalia a lo largo de estos años. Llevo algunas conmigo casi siempre, porque la vida no te da ninguna tregua, pero he aprendido a convivir con ellas, sin necesidad de quitarme los zapatos. Algunas se van solas, al sacudir un poco el pie en el momento adecuado, y otras siguen molestando a lo largo del camino, pero sigo en el empeño de quitármelas de encima pronto, a sabiendas que aparecerá otra mas, como en el parque, en el momento en el que menos me lo espere.

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